Ayer fue ayer (y ayer está en el artículo o episodio anterior), distinto a hoy, y hoy es hoy y el viento que manda mis pasos, es decir, la empresa de trabajo temporal, me tenía reservado un nuevo destino. Despliego el abanico que, hasta la fecha, alimenta mi singladura laboral (y que consta desarrollado en los artículos o episodios previos de este blog): abandoné el desempleo para ingresar en una agencia matrimonial de reciente creación, que hacía aguas por todas partes; después intenté colocarme en el ramo del taxi, mi mayor fantasía; no pudo ser, de momento, y me alisté en el ejército, acabando por participar en la guerra durante una semana, y regresando en la fecha pactada para firmar mi contrato con la compañía El Taxi Loco. Los cuales me emplazaron para más adelante ("paciencia" dijeron), y la empresa de trabajo temporal me colocó de detective. Detective privado no era exactamente lo que yo quería, aunque desempeñé mi labor, no obstante, con el celo que se exige a cualquier profesional y persona íntegra. Dejadme, en este punto, detenerme unos instantes en esta cuajada profesión de investigador. A un investigador se le ha de decir: siga a esa persona, a esa mujer, mi esposa, a ese directivo, el ogro de la competencia, a ese mutualista, a ese asegurado, que afirma que su pierna no funciona... Hágale fotos, imprima esas fotos, preséntenoslas en un bloc, etcétera, esto es: hágase con un acervo de pruebas, pero resulta que pretendían que yo sacara conclusiones también, o sea, que fuera algo más que un mecanismo ejecutor. De acuerdo, traté de sacar conclusiones, intento no ser una persona complicada. No acerté con un suicidio. Dictaminé: según el cuerpo probatorio, es un suicidio, pero la policía presentó las mismas pruebas a un juez y el fiscal dijo que había indicios de asesinato y pidieron más pruebas y el juez sentenció que había sido un homicidio y, en este caso, además, un asesinato. Bien, tengo la conciencia tranquila, hice lo que me pidieron.
Pero ignoro por qué me distraigo tanto. Una vez he dejado atrás mi faceta de detective, la ETT (Empresa de Trabajo Temporal) me ha hecho una nueva oferta, la cual no me he visto con cuerpo de rechazar: Qué le parece, Fulanito, me han dicho, un laboratorio de desintegración e integración celular. Bueno, he respondido yo, venga, dónde está ese laboratorio (con buen ánimo, no sin previamente ahogar un suspiro, el taxi porfía en seguir escapándoseme).
Me he presentado en el laboratorio; la faena consiste en lo siguiente: llega un cliente que padece una serie de necesidades orgánicas que no se ve capaz de resistir o las cuales no le viene en gana o no le apetece resistir y entonces llaman al empleado, yo, por ejemplo, y se procede a intercambiar los organismos del cliente y del empleado, y este último deberá -deberá intentar, como mínimo, aquí es donde entra la ética- resistir esas tentaciones orgánicas que el cliente no se va a poner a enfrentar. Claro, no es tan fácil amigos, lo lógico es que os hayáis dicho: "intercambiar organismos", ya, pero cómo. Pues de este modo, todo tiene una explicación: yo me meto en una máquina, una especie de huevo metálico tipo el de la película La Mosca y el cliente se mete en otro huevo idéntico y ambos somos desintegrados celularmente y transmitidas estas células al otro habitáculo, en donde nos corporeizamos de nuevo. Esa es la explicación. En realidad, sin embargo, creo que me he explicado mal, pues lo que a fin de cuentas sucede, como veremos, es que las almas son lo intercambiado: yo me pongo en el cuerpo del cliente y el cliente en mi cuerpo.
Iba a venir una chica pero al final vino un chico que está obsesionado con un par de kilos de más que tiene. Lo cierto es que no es obeso, mas afirmar que es delgado sería una falsedad; es indubitado que cuatro o cinco kilos menos le sentarían de maravilla, pero no nos hallamos ante una urgencia, tal es el hecho. Estas apreciaciones, sin embargo, no importan. El cliente desea embutirse en un uniforme de marino de la Armada, una especie de traje de primera comunión, y el contrato dice que yo deberé llevar su cuerpo durante tres días y perder tres quilos. Joder, he dicho, cómo se pasan, quiero ver el convenio colectivo. Lo de alegar que quiero ver el convenio colectivo debería hacerme reflexionar, han alegado mis empleadores: no seas quejica, quisquilloso, complicado, y yo he pensado: pues también es verdad. Y me he puesto en ese cuerpo. Creo que me ha entrado miedo pues me he visto obligado a ahogar el impulso de decir: no metan a ese tío en mi cuerpo (y él ya estaba en mi cuerpo), no sé, me he dicho que iba a holgarme, a dejármelo fláccido si estaba un poco gordo (¡pero está como yo! No más, manías mías), quería decirles: oigan, metan su alma en un software, algo tipo Tron, no sé, pero me han respondido que en Tron podía morir, y yo les he dicho: era un ejemplo, hombre, no se lo tomen literalmente, pónganlo en un software de descanso, donde se duerma mientras yo le volteo estos tres quilos... Pero al final lo han dejado dentro de mi cuerpo. En fin.
Sólo entrar en ese organismo del tipo con cinco quilos de más las ganas de comer se me llevaban, como una mano ahogándome, aprisionándome el cuello y sólo husmeaba la escapatoria metiéndome a devorar. Pero: mi contrato, mi ética profesional. He aguantado. El primer día he tomado 3 litros de agua por la mañana y 3 litros por la tarde; después un huevo duro (por las proteínas). El segundo día he tomado 3 litros de agua y 2 litros de té por la mañana y por la tarde me subía otra vez por las paredes pero a la vez desfallecía, y supogo que todo el mundo ve claro que un desfalleciente no va subiendo por las paredes pues ni tiene fuerzas ni es spiderman. El tercer día, milagrosamente vivo, he entrado en un supermercado y con extrema violencia he asaltado la panadería-chuchería-pastelería y cuando iba a incumplir el encargo han desconectado la máquina. El cliente se ha ido satisfecho: 3'92 kilos menos. Ha dejado propina.
Fui destinado a Desintegrador Celular, S.A. -así se denomina la empresa- durante una semana (a ver si a su término puedo firmar con los de El Taxi Loco) y el encargo que he recibido a continación ha consistido en distraer el organismo de un ludópata. Al final, justo cuando me iba a colocar a ese tío de Teruel que había venido a Barcelona para encargar esas 24 horas, los jefes han optado por contar con otro empleado para la labor.
Mi tercer encargo (o segundo efectivo) ha consistido en ocupar el organismo de un suicida durante otras 24 horas. Ha sido horrible. Nada más entrar en él todo ha quedado oscuro por completo. Yo estiraba los brazos en vertical tras hacerlo en horizontal (y certificarme hollando un pozo -o intuyéndolo, más bien-) mas no alcanzaba punto o reborde alguno. Sin salida. Todos los términos eran absolutos. No sé cómo he acabado con mis huesos en un piso, mis huesos se han desintegrado e integrado en una vivienda, en otro lugar, sin solución de continuidad. Había un balcón. He salido al balcón y he mirado abajo, pero no he tenido valor. He ido a la cocina. He visto las hojas de los cuchillos. Pero no he tenido valor. Cuando he salido a la calle los coches que transitaban por la vía pública me han tentado poderosamente, pero no he tenido valor y, en adición, todo eran dudas sobre completar el acto proyectado. Tres cuartos de lo mismo ha ocurrido en la parada de metro Catalunya, línea roja. Creo que en la verde mi conclusión no habría diferido un ápice.
Estaba temblando. Entonces he regresado al piso y me he detenido ante el espejo del recibidor y he visto a Ernest Hemingway, o al hijo de Ernest Hemingway, o al nieto de Hemingway, o a un sobrino de Hemingway, vestido de marinero, y en el cajón de la mesita -mis manos nerviosas, perdidas, desesperadas- he descubierto una pistola.