miércoles, 16 de febrero de 2011

Desintegrador Celular, S.A. y Ernest Hemingway

Ayer fue ayer (y ayer está en el artículo o episodio anterior), distinto a hoy, y hoy es hoy y el viento que manda mis pasos, es decir, la empresa de trabajo temporal, me tenía reservado un nuevo destino. Despliego el abanico que, hasta la fecha, alimenta mi singladura laboral (y que consta desarrollado en los artículos o episodios previos de este blog): abandoné el desempleo para ingresar en una agencia matrimonial de reciente creación, que hacía aguas por todas partes; después intenté colocarme en el ramo del taxi, mi mayor fantasía; no pudo ser, de momento, y me alisté en el ejército, acabando por participar en la guerra durante una semana, y regresando en la fecha pactada para firmar mi contrato con la compañía El Taxi Loco. Los cuales me emplazaron para más adelante ("paciencia" dijeron), y la empresa de trabajo temporal me colocó de detective. Detective privado no era exactamente lo que yo quería, aunque desempeñé mi labor, no obstante, con el celo que se exige a cualquier profesional y persona íntegra. Dejadme, en este punto, detenerme unos instantes en esta cuajada profesión de investigador. A un investigador se le ha de decir: siga a esa persona, a esa mujer, mi esposa, a ese directivo, el ogro de la competencia, a ese mutualista, a ese asegurado, que afirma que su pierna no funciona... Hágale fotos, imprima esas fotos, preséntenoslas en un bloc, etcétera, esto es: hágase con un acervo de pruebas, pero resulta que pretendían que yo sacara conclusiones también, o sea, que fuera algo más que un mecanismo ejecutor. De acuerdo, traté de sacar conclusiones, intento no ser una persona complicada. No acerté con un suicidio. Dictaminé: según el cuerpo probatorio, es un suicidio, pero la policía presentó las mismas pruebas a un juez y el fiscal dijo que había indicios de asesinato y pidieron más pruebas y el juez sentenció que había sido un homicidio y, en este caso, además, un asesinato. Bien, tengo la conciencia tranquila, hice lo que me pidieron.

Pero ignoro por qué me distraigo tanto. Una vez he dejado atrás mi faceta de detective, la ETT (Empresa de Trabajo Temporal) me ha hecho una nueva oferta, la cual no me he visto con cuerpo de rechazar: Qué le parece, Fulanito, me han dicho, un laboratorio de desintegración e integración celular. Bueno, he respondido yo, venga, dónde está ese laboratorio (con buen ánimo, no sin previamente ahogar un suspiro, el taxi porfía en seguir escapándoseme).

Me he presentado en el laboratorio; la faena consiste en lo siguiente: llega un cliente que padece una serie de necesidades orgánicas que no se ve capaz de resistir o las cuales no le viene en gana o no le apetece resistir y entonces llaman al empleado, yo, por ejemplo, y se procede a intercambiar los organismos del cliente y del empleado, y este último deberá -deberá intentar, como mínimo, aquí es donde entra la ética- resistir esas tentaciones orgánicas que el cliente no se va a poner a enfrentar. Claro, no es tan fácil amigos, lo lógico es que os hayáis dicho: "intercambiar organismos", ya, pero cómo. Pues de este modo, todo tiene una explicación: yo me meto en una máquina, una especie de huevo metálico tipo el de la película La Mosca y el cliente se mete en otro huevo idéntico y ambos somos desintegrados celularmente y transmitidas estas células al otro habitáculo, en donde nos corporeizamos de nuevo. Esa es la explicación. En realidad, sin embargo, creo que me he explicado mal, pues lo que a fin de cuentas sucede, como veremos, es que las almas son lo intercambiado: yo me pongo en el cuerpo del cliente y el cliente en mi cuerpo.

Iba a venir una chica pero al final vino un chico que está obsesionado con un par de kilos de más que tiene. Lo cierto es que no es obeso, mas afirmar que es delgado sería una falsedad; es indubitado que cuatro o cinco kilos menos le sentarían de maravilla, pero no nos hallamos ante una urgencia, tal es el hecho. Estas apreciaciones, sin embargo, no importan. El cliente desea embutirse en un uniforme de marino de la Armada, una especie de traje de primera comunión, y el contrato dice que yo deberé llevar su cuerpo durante tres días y perder tres quilos. Joder, he dicho, cómo se pasan, quiero ver el convenio colectivo. Lo de alegar que quiero ver el convenio colectivo debería hacerme reflexionar, han alegado mis empleadores: no seas quejica, quisquilloso, complicado, y yo he pensado: pues también es verdad. Y me he puesto en ese cuerpo. Creo que me ha entrado miedo pues me he visto obligado a ahogar el impulso de decir: no metan a ese tío en mi cuerpo (y él ya estaba en mi cuerpo), no sé, me he dicho que iba a holgarme, a dejármelo fláccido si estaba un poco gordo (¡pero está como yo! No más, manías mías), quería decirles: oigan, metan su alma en un software, algo tipo Tron, no sé, pero me han respondido que en Tron podía morir, y yo les he dicho: era un ejemplo, hombre, no se lo tomen literalmente, pónganlo en un software de descanso, donde se duerma mientras yo le volteo estos tres quilos... Pero al final lo han dejado dentro de mi cuerpo. En fin.

Sólo entrar en ese organismo del tipo con cinco quilos de más las ganas de comer se me llevaban, como una mano ahogándome, aprisionándome el cuello y sólo husmeaba la escapatoria metiéndome a devorar. Pero: mi contrato, mi ética profesional. He aguantado. El primer día he tomado 3 litros de agua por la mañana y 3 litros por la tarde; después un huevo duro (por las proteínas). El segundo día he tomado 3 litros de agua y 2 litros de té por la mañana y por la tarde me subía otra vez por las paredes pero a la vez desfallecía, y supogo que todo el mundo ve claro que un desfalleciente no va subiendo por las paredes pues ni tiene fuerzas ni es spiderman. El tercer día, milagrosamente vivo, he entrado en un supermercado y con extrema violencia he asaltado la panadería-chuchería-pastelería y cuando iba a incumplir el encargo han desconectado la máquina. El cliente se ha ido satisfecho: 3'92 kilos menos. Ha dejado propina.

Fui destinado a Desintegrador Celular, S.A. -así se denomina la empresa- durante una semana (a ver si a su término puedo firmar con los de El Taxi Loco) y el encargo que he recibido a continación ha consistido en distraer el organismo de un ludópata. Al final, justo cuando me iba a colocar a ese tío de Teruel que había venido a Barcelona para encargar esas 24 horas, los jefes han optado por contar con otro empleado para la labor.

Mi tercer encargo (o segundo efectivo) ha consistido en ocupar el organismo de un suicida durante otras 24 horas. Ha sido horrible. Nada más entrar en él todo ha quedado oscuro por completo. Yo estiraba los brazos en vertical tras hacerlo en horizontal (y certificarme hollando un pozo -o intuyéndolo, más bien-) mas no alcanzaba punto o reborde alguno. Sin salida. Todos los términos eran absolutos. No sé cómo he acabado con mis huesos en un piso, mis huesos se han desintegrado e integrado en una vivienda, en otro lugar, sin solución de continuidad. Había un balcón. He salido al balcón y he mirado abajo, pero no he tenido valor. He ido a la cocina. He visto las hojas de los cuchillos. Pero no he tenido valor. Cuando he salido a la calle los coches que transitaban por la vía pública me han tentado poderosamente, pero no he tenido valor y, en adición, todo eran dudas sobre completar el acto proyectado. Tres cuartos de lo mismo ha ocurrido en la parada de metro Catalunya, línea roja. Creo que en la verde mi conclusión no habría diferido un ápice.

Estaba temblando. Entonces he regresado al piso y me he detenido ante el espejo del recibidor y he visto a Ernest Hemingway, o al hijo de Ernest Hemingway, o al nieto de Hemingway, o a un sobrino de Hemingway, vestido de marinero, y en el cajón de la mesita -mis manos nerviosas, perdidas, desesperadas- he descubierto una pistola.

martes, 15 de febrero de 2011

Detective privado, la Sombra y el nieto de Humphrey Bogart

Es cierto que en el artículo o episodio anterior yo estaba en la guerra, y que compartía trincheras y cocina con Tobey Maguire, que yo me había alistado por una pura cuestión de supervivencia (arriesgaba mi vida por una cuestión de supervivencia -laboral-) dado que una semana constituía el ínterin de vacío hasta mi rúbrica de un contrato con la compañía El Taxi Loco, donde iba a desempeñar el puesto de taxista, como es sencillo colegir. Bien, es cierto que lo dije, pero las novedades son: igual que El Taxi Loco me había pedido paciencia una semana antes, abocándome a alistarme al ejército, estallando la guerra casualmente al día siguiente, una guerra que yo sospeché se libraba contra nuestro vecino francés pero no, el enemigo era Andorra, ni eso sabía yo, tan despistado iba, ahora que Tobey Maguire sabía menos aún, o sabía tanto como yo, esa es la verdad; esto es, retomo el tronco del asunto: igual que la compañía de taxis me pidió una demora hasta la firma del contrato, pasada esa semana en la cual consistía la demora solicitada yo abandoné la guerra y el ejército para ir a firmar mi contrato, y la guerra terminó, qué casualidad, al día siguiente, firmándose el armisticio con Andorra, y acudí yo a firmar lo mío, que era el contrato del que hablaba, y la entidad taxística me pidió más paciencia (usaron la misma palabra que la primera ocasión en que pospusieron mi ingreso a la empresa, "Paciencia", Paciencia Fulanito), o sea: que todavía no se podía firmar el contrato. Así, me encaminé hacia la Empresa de Trabajo Temporal responsable de colocarme en el mundo del taxi.

"¿Qué le parecería de detective, Fulanito?", me dijeron, qué les parece. No había trabajo de taxista, bien, y me ofrecieron ser detective por una semana, había una vacante. Es lo que había; "Es lo que hay", me dijeron. Nosotros no hacemos el mundo laboral, dijo uno de los co-gerentes, De hecho, es el mundo laboral el que nos hace a nosotros, apostilló el otro, mordiendo una barrita de regaliz -pero no una de esas pastitas negras sino un tronquito natural- hasta partirlo, sus dientes eran radiantes, de anuncio. Les dije que vale, que sería detective.

¿Y qué hice después? Pues antes de incorporarme al mundo de la investigación me fui a tomar un café o un whiskey, ya vería, a El Loro Loco, que es la taverna que tengo debajo de casa y que no se halla muy lejos de la Empresa de Trabajo Temporal.

Me coloqué en la mesa que es testigo de gran parte de mi cotidianidad y ordené el famoso café. No me hallaba distante de la esquina de la sala, esquina que se hallaba en penumbra, o en franca oscuridad, así era. ¿Detective, eh?, dijo una voz, la voz provenía de la sombra del recodo, adiviné o conjeturé que allí habría situado un velador y, según parecía, un cliente correspondiente que disfrutaba de su consumición en la privacidad que habilita la ausencia de luz. Toda esa tontería, ese misterio, esas chorradas me eran indiferentes y me traían al pairo, y por tanto le respondí, le dije que sí, que detective, qué pasa, aunque a continación reflexioné y añadí: Cómo coño lo sabe. Lo único que pude obtener fue una risita soterrada, una risita que sospecho pretendía resultar simpática más que echarme en cara el dominio ajeno sobre mi contexto. ¿Estás contento, o tenías de veras ganas de ser taxista? Yo respondí: Bueno... Lo cierto es que la conversación con la sombra aún divagó en unos términos igual de pertenecientes al arroyo emocional durante unos minutos, sin alcanzar puerto alguno (ni vislumbrarlo), hasta que me despedí y me fui.

Y comencé a trabajar de detective.

Aquel cuarto olía a muerte. No me pregunten cómo puedo decirles que olía a muerte. Que olía a muerte era un hecho. El olor a muerte es un olor como a cerrado, mas infunde un cosquilleo nasal que durante una microfracción de segundo irrita las fosas, para de inmediato retornar esas fosas a la calma, esa calma estúpida de lo que ya no tiene remedio, una calma triste. Cuando la calma es violenta eso significa que aún hay remedio, pero no me pregunten qué significa todo esto, un detective, un investigador privado es el perrito de su instinto; yo, Fulanito, investigador privado, no soy dueño de lo que siento sino sólo vehículo.

Mi cometido consistía en investigar un presunto suicidio, esto es, escarbar entre las pistas, por si alguna de esas huellas, pelos o colillas nos permitía preguntarnos si el cadáver era responsabilidad de un segundo compareciente, o de un tercero. Cadáver, decía, cuchillas, bañera bañada en rojo carmín, era desagradable. Era desagradable pensar quién sería la persona encargada de limpiar todo aquello, y era enigmático pensar qué suma representaría que tal labor estaba bien o correctamente pagada. Al parecer, los padres del pobre occiso habían abonado los costes de una semana de investigación, unos padres escasamente confiados en el aparato estatal o autonómico de policía.

Me fui a tomar otro café. Y después pasé por un supermercado y opté por internarme entre sus pasillos hasta dar con un bollycao o alguna pasta, un paseo que habilitase la libertad de mi mente y el trabajo neuronal, ¡reclamaba a mi instinto!

En ese momento me abordó un muchacho de unos veinticinco o treinta años, vestía un pullover gris, ignoro el porqué pero tal rasgo me llamó la atención. "¿Sabes quién soy?", dijo. "Y yo qué sé", le respondí. "Soy el nieto de Humphrey Bogart", añadió. Ahí pensé: esto es un lío de no te menees. La verdad es que el chico parecía, tampoco sé explicar el motivo, parecía, digo, un detective, por sus tontos ojos extemporáneos. Entonces decidí que iba a redactar un informe: El muchacho se había suicidado, fin del asunto.    

viernes, 11 de febrero de 2011

En guerra y con Tobey Maguire

Hoy en día se cambia de trabajo como se cambia de chaqueta o se cambia de ropa interior, que es un hábito que alguna gente debería impulsar de una forma seria en sus vidas, so riesgo de afectar a sus relaciones personales; y no hablo por mí, que guardo memoria impoluta de las escasas damas con las que alterno... De nuevo estaba desviándome del asunto, se cambia de trabajo con facilidad, decía, o se cambiaría, de no ser por la pertinaz y recalcitrante crisis, se cambia, diremos, disculpad el zig zag o choteo, tal vez esto último, mil excusas, decía que se cambia de trabajo o que yo cambio de trabajo, o, más bien, que yo he cambiado de trabajo. Y si no fijaos: abandoné la agencia matrimonial La Buena Elección en loor de afectos y buenaventuranzas; la jefa, aquella de la cual os referí con lujo de alabanzas por sus francas maneras y ejercicios de corazón varios artículos o episodios atrás, aquella que se iba a hacer millonaria con el negocio... (poor girl), la jefa, decía, al anunciarle yo: Me marcho bendita mía, se puso a llorar como un cocodrilo, o como María Magdalena (más que "como una magdalena", pues las magdalenas, que yo sepa, no lloran, y si alguien sabe de una magdalena que llore que corra a registrarlo), y ese llorar del que os estaba hablando a mí me sacó los más bellos deslices de ojos y las flatulencias de corazón menos irreversibles que he atestiguado en mi castigado organismo. Tanto me apené que a punto estuve de mandar a paseo mi nuevo contrato de taxista, para reingresar ipso facto en la agencia (matrimonial) con los brazos abiertos. Me quería casar con mi jefa, que es obesa y chata, tímida hasta la enfermedad y con mal gusto para el vestir, que ni siquiera es joven.., pero qué voz tiene, qué vulnerabilidad, qué flauta hipnótica. Al final no me casé con ella pero me fui con lágrimas en los ojos, que viene a ser lo mismo, ¡amor puro!

Y llegué a la compañía El Taxi Loco a la que había enviado mi currículum falso con mi documentación falsa preparada por si me la pedían, pero no me la pidieron; me pidieron: Tenga usted paciencia. Antes me anunciaron que, en efecto, la firma de mi contrato se demoraría al menos una semana, y que hasta entonces no podría empezar a trabajar. Lo que quise hacer con mi interlocutor, el gerente, fue esto: alargar mis dos brazos en paralelo, asir cada una de sus mal depiladas y en consecuencia peludas orejas, y estirar en sentidos opuestos; estirar con una fuerza irresistible (término absoluto de aplicación en todo el ámbito de este Universo nuestro). Mas lo que en realidad hice fue: el gesto que ahora describiré. En pimer lugar proferí ¡Horror!, y entonces compuse el ademán -pictórico, como averiguaréis en una microfracción de segundo- del cuadro de Edward Munch El Grito, que fue robado hace unos años del muy expugnable museo municipal de Oslo y devuelto hace menos años de los que hace que fue robado. Después el gerente me pidio que me marchara pues sospechaba que yo deseaba arrearle un bofetón.

Así, así quedaron las cosas. Total que yo me dije: necesito ingresos para sobrevivir esta semana.

Y me enrolé en el ejército.

Y al día siguiente estalló la guerra.

La guerra era con Francia. No me quedó claro (creo que no presté atención cuando el cabo lo explicaba) si éramos nosotros los invasores o eran ellos, el caso es que nos estaban movilizando.

Así, el tercer día yo estaba pasando la noche en una trinchera situada a la altura de la frontera pirenaica, esperando refuerzos del cuartel más cercano, situado en Jaca, Alto Aragón, que es donde me habían destinado.

Mi plan era desertar.

Pero necesitaba el dinero.

El caso es que el quinto día seguía en las trincheras, en dicha fecha pelando patatas, que se ve que es una tarea ingrata que asignan a los soldados rasos menos señalados por la fortuna. Patatas. No están mal, pensé para darme ánimos y levantar la moral de la tropa, en este caso yo. Mas al recordar que un teniente, o un cabo, o sargento, o un capitán, mariscal yo creo que no era, por la ausencia de medallas, dijo que nadie tiraba un tiro pues todavía estábamos esperando la provisión de balas (se ve que no teníamos ninguna, lo que era grave), pues, en fin, que mi moral siguió en el lecho de mi psique aventurera, no se movió de donde estaba.

Vino entonces a suceder, a entrar en solfa, la personificación del motivo que da título al presente artículo o episodio. A unos metros de mí, en la penumbra del fondo de la cocina, había un grumete (digo grumete para escupirle un tinte cinematográfico -o absurdo- a la escena) que también cortaba patatas. Yo lo recordaba de las trincheras, donde solía matar el tiempo (y no a los enemigos) tocando la armónica. Cuando levantó la cabeza, yo le dije: Oye, ¿tú no eres Tobey Maguire? Y él dijo: No, no. Y al cabo de unos minutos le dije: ¿Estás seguro de que no eres Tobey Maguire?, y él se limitó a repetir sendos monosílabos, no, no. Hasta que yo, claro, estallé (había pasado mucho estrés desde que me despedí de la agencia matrimonial): ¡Joder, tú eres Tobey Maguire, a mí no me engañas! Tú protagonizaste, por ejemplo, Spiderman de Sam Raimi. La segunda entrega está bien. Se te ve un tipo simpático. Y por tercera vez él negó la verdad. Dijo, Tobey: Cómo voy a ser Tobey Maguire, es decir, esa persona que tú dices, si por lo que has mencionado es un actor y su nombre es americano; cómo va a haberse enrolado en el ejército de un país europeo, eso no tiene sentido alguno, Ful Anito (por lo que vemos, él no ignoraba mi nombre y mi apellido, lo que no dejaba de ser sospechoso). Sin embargo, lo que decía el presunto Tobey Maguire era cierto: no tenía sentido lo que yo había puesto en mi boca. En adición, el acento del grumete no delataba una procedencia de ultramar. Aunque no se tratara de un grumete sino de un soldado raso. No fui capaz de escarbarle sutilezas a mi interrogatorio y opté por callar, a la espera de mejores ideas.

Lo que ocurrió después, lo de que mi presión obligó a confesar al tipo, así como el vertido de la más febril de sus fantasías, consistente en rodar un remake de Taxi Driver (comentario que, por supuesto, me acarreó un pesado reflujo de cuitas laborales, amén de evocar las exactas palabras vertidas por mi amigo el actor español Ernesto Alterio, al que, como vimos varios artículos o episodios atrás -allá me remito- le ocurre exactamente lo mismo), lo que ocurrió después, decía, la Justicia Militar no me permite contarlo.

jueves, 10 de febrero de 2011

Sobre la Plenitud

Salgo a la calle a buscar la plenitud pero no sé ni qué forma tiene, ni qué color, ni si camina, si es móvil o inmóvil. Si le podré dar caza algún día, me pregunto. Qué es la plenitud. La plenitud nunca me explicaron qué es y yo a veces me descubro soñando con la plenitud o deseando soñar con ella y sobre todo deseando despertar con ella pero cuando despierto lo que descubro es que continúo soñando, es decir, que sigo a la caza o descansando en una esquina del cuadro del guerrero o, mejor aún, habiendo olvidado que yo deseaba la plenitud, o que un día sospeché que existía. Plenitud, plenitud, qué carácter, qué filigranas te montas, o no montas, yo sólo puedo imaginarte mas no dibujarte, que no tengo los lápices ni las tintas pertinentes a tal fin; ¡sí! Puedo, imaginarla puedo, fantasear con los senderos que conducen hasta ella, pero yo carezco de las botas de tacos afilados que me alcanzarían hasta cúspide semejante. ¡No! Entonces me digo que no puede ser, y casi como que olvido a la Plenitud. De la Plenitud alguna vez oí hablar, gente que la ha visto, gente que ha comido con ella, personas con quien convivió, alguien me dice, hace dos años: Estoy con Plenitud; otro pronuncia un comentario semejante esta última semana: La vi y la encontré a la Plenitud, ya la retengo. Yo a todos les digo: Pues yo ni rastro amigos, eso es lo que hay. Y en ese camino todavía me encuentro, un camino que empezó hace tanto que no sé, ya no recuerdo si lo recorro de ida o de vuelta, sin haber alcanzado jamás un destino. Ignoro, Plenitud, qué forma tienes, qué color, si eres móvil o no...

Y, exhausto, otra vez más me detengo, tras la infructuosa búsqueda, el camino sin término ni arcenes que es este pecio, me detengo, y busco alimento, colmar mis carencias, dar alivio a la opacidad, manto a...

Evitemos el pensamiento, pues. Busquemos distracción; algo prosaico tras toneladas de fraude, esta poesía exangüe, vamos a bajar la guardia, vamos a dejar "De la Plenitud" (nunca "Con la Plenitud")...

Y nos pondremos con un crucigrama, que es la versión disfrazada de algo, pero no me molestaré en pensar...

Y apunto estoy de completarlo.

Y a la postre queda la palabra 5, de 8 letras: "Apogeo, momento álgido o culminante de algo. Totalidad, integridad o cualidad de pleno", y soy incapaz de averiguarlo...

Y me veo obligado a abandonar, una vez más.

Ir a comer con Ernesto Alterio

Cuando yo tenía doce años mi padre se acercó hasta mí, depositó una mano sobre mi hombro y me dijo: "Fulanito, hijo, yo, tu padre, soy alcohólico, aunque llevo sin beber alcohol más de doce años. Esto te lo digo porque el alcoholismo constituye, tal vez, un lastre de carácter genético. ¿Qué quiere esto decir? Pues que es como la herencia que obtienes de mí, pero para el cuerpo, mas obligatoria, sin posibilidad de no aceptarla, sin beneficio de inventario, etcétera, y es una herencia que se obtiene al nacer uno, y no al morir el padre. ¿Qué quiero decir con esto? Lo que quiero decir es que, tal vez, tú seas alcohólico y todavía no lo sepas pues no has puesto a prueba dicha posibilidad. Al menos eso espero (que aún no hayas dispuesto tal posibilidad sobre la tela de juicio o el ring de la acción). ¿Y por qué te digo esto? Pues porque seas o no seas alcohólico, yo nada podré hacer por ti, tan solo el propio alcohólico puede poner patas arriba y patas abajo su vida, esto es, aceptar esa maldición y poner manos al asunto, coger el toro por los cuernos, el ciervo por la osamenta, tomar medidas. Es decir, que si tú, hijo mío, terminas por verificarte como alcohólico, mis consejos, admoniciones o reproches o los de tu madre de nada servirán, pues tú lucharás contra esa verdad desgraciada esperando lo mejor de ti". Y concluyó con un consejo que, a medida que fui creciendo y poniendo en práctica mi uso de razón, se reveló para mí como profundamente enigmático; me dijo: una vez comiences tu singladura, cuenta cada borrachera que padezcas.

A día de hoy he sufrido 197 borracheras -sólo cuento las extremas, aquellas de las que apenas conservo el recuerdo de la nada-, y creo que ya es suficiente.

Pero, al tema: ayer comí con Ernesto Alterio, el actor. Vino con dos amigas, suyas, no mías, aunque quizás hoy ellas ya me consideren un poco amigo, y nos fuimos a un restaurante situado en la manga de una montaña colindante con el litoral del Maresme. Nada del otro mundo. O sí. Me explico: cuando llegamos, en el local no había nadie. Al cabo de un rato salió un camarero que, sin abrir la boca, nos sirvió a cada uno el primer plato (delicioso) y más tarde y con idéntica puesta en escena nos sirvió el segundo plato (espléndido), y lo mismo se predica del postre (magnífico). Y desaparició para no volver a aparecer. Al terminar nos levantamos, y con total naturalidad y sin abonar cuenta alguna abandonamos el local parsimoniosamente. Recuerdo que montamos en el coche y que una vez en marcha, no sé, treinta segundos después tal vez, me giré y del inmueble del restaurante ya no había rastro, tan solo el altiplano pelado sobre el que se ubicaba.

Pero, al tema: ¿Qué me contó Ernesto durante la comida? Pues Ernesto me habló de taxis. La fantasía confesada de Ernesto es protagonizar el Taxi Driver español. Le agradaría rodarla en Madrid o en Barcelona. Pongamos por ejemplo que se rueda en Barcelona, le dije, la chica de la campaña política podría ser una niña bien de CIU ubicada en las instalaciones del partido en la calle Córcega. Mmm... emitió Ernesto, rascándose la barbilla. Ambos fuimos vertiendo ideas. Yo a Ernesto es la segunda vez que lo veo, nos hicimos amigos en la consulta del médico, yo iba a tratarme el priapismo (que todavía colea, aunque no me molesta, es más, ya lo tengo por uno de mis atributos), y parece que hicimos buenas migas. El tema de conversación me condujo -nunca mejor utilizada la metáfora- a mi intención de hacerme taxista, la cual había hecho extensiva hace un par de artículos o episodios en este blog. De hecho, me puse en acción y ya remití un buen número de currículums a través de internet desde la agencia matrimonial en la que en la actualidad trabajo. Se lo comenté a Ernesto. No le comenté, empero, que no tengo carnet de conducir. Lo cual es irrelevante pues sé conducir, y de los papeles ya me encargaré. Y no le comenté dicho extremo porque no soy una persona presumida.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Depeche Mode

Esta tarde, pronto, en la sobremesa, yo iba paseando por la Plaza Francesc Macià de Barcelona, e iba pensando (que es una actividad inevitable) en algo que una vez me dijo el escritor Tomás Thomas; me dijo: leer no es nada del otro mundo, pero es que no hay nada mejor que hacer, y rayos, el tipo tenía razón. Por otra parte, se trata de un escritor que ganó el Premio Agotamiento que otorga una famosa revista del ramo de la literatura por un cuento en el que invirtió doce años de su vida a tiempo completo, un cuento cuyo texto fue podando durante esos nueve o doce años, creo que fueron doce, una porrada, hasta reducirlo de los nueve folios que un día fueron su cenit a la medida de un párrafo. Y al párrafo le sobraba la mitad, es decir, tres líneas, me reconoció. Pese a todo Thomas estaba más que satisfecho pues había logrado acercarse, dentro de sus humanas posibilidades, a lo esencial. Y qué es lo esencial os preguntaréis (una preguntita bastante buena, pues, ¿eh, amigos?) En fin, Thomas recibió el premio, que era un diploma, recibió unos breves aplausos -la entrega del premio se celebró en una sala cuyo aforo era bien poco capaz-, ni un céntimo, por supuesto, ni la publicación del cuento -eso habría sido un insulto-, y se fue a casa. Y una semana después, por fin, lo internaron en un psiquiátrico, de donde no ha salido todavía.

El caso es que yo iba pensando en todo ese embolado cuando levanté la vista y a la altura del bar Sándor hallé ante mí a David Grahan, escoltado por el resto de componentes de Depeche Mode, los cuales iban todos vestidos íntegramente de negro, salvo Martin Gore, que iba de gris marengo. Se trata de un grupo de música cuyo trabajo yo admiro, es decir, un grupo con vida hasta 1991 tal vez, hasta Violator, por supuesto, y a cuyos restantes coletazos, que todavía perduran, humildemente yo Fulanito los considero estertores de moribundo, una larga agonía, mas ¿quién escoge su modo de morir? El caso es que toparme con todos estos tipos fue una sorpresa, qué duda cabe, pero yo tengo mi vida, ellos tienen su vida, levanté otra vez la cabeza y me dispuse a continuar mi camino, la senda de mi vida, mas cuál no fue mi sorpresa cuando descubrí que David Grahan y los suyos me estaban bloqueando el camino. Entonces levanté la vista una vez más y dije: "Tú eres David Grahan, ¿no?", y él respondió: "Afirmativo", y ahí se produjo un silencio que persistía en alojar mis dudas, mientras él seguía mirándome, y yo dije: ¿Me conoces? Y él respondió: Esa es una pregunta estúpida. Y yo dije, tal vez holgándome, holgándome sin duda: ¿Y cómo es que me conoces? Esa es otra pregunta estúpida, Fulanito, contestó David Grahan, que hablaba un castellano correctísimo, con un barniz de acento, no obstante, un barniz que no sé por qué pensé que le iba adecuado, y la verdad es que ya no me atreví a hacer más preguntas. Además, recordaba la conversación que tuve con Pete Doherty un par de artículos o capítulos atrás, a ella me remito. Yo dije: escuchad, Depeche Mode, como broma está bien, pero ahora voy a continuar mi camino.

Aunque no fue así. Nos hemos ido a un restaurante de comida rápida y nos hemos comido un helado sandee. Es cierto que ellos han dicho: Vayamos, Fulanito, a una cervecería de tronío, pero me he mantenido inflexible y nos hemos ido a comer un helado. Aún con todo, durante el refrigerio han estado muy simpáticos, contando chistes y todo. 

Después David Grahan ha recibido una llamada de Ewan McGregor (al menos eso me ha dicho a posteriori) y a media tarde nos hemos despedido, emplazándonos a contactar en breve, tal vez con Ewan McGregor también, ese tío es la pera, ha dicho David Grahan, pero esto último lo ha dicho en inglés, pues su castellano no es apto para tan específica coloquialidad.

martes, 8 de febrero de 2011

Cuchillos Largos IV

Pondría la mano en el fuego a que si digo que ayer me llamó Jeremy Irons nadie me creerá.

Pues lo afirmo: ayer me llamó Jeremy Irons.

Yo, por supuesto, repliqué: Cómo sé que usted es Jeremy Irons. Llamo de parte de Sean Penn, dijo la voz. Le dejé hablar. Me llamaba para hacer extensiva su preocupación por Sean Penn. Sean, dijo, se gobierna... sin gobierno. Va a la deriva. Yo aduje que se dedicaba a impulsar su carrera, y que no bebía ni se drogaba, o que no lo parecía, que es lo más importante; que es lo definitivo, añadí. Jeremy Irons dijo que su aparición en la serie Cuchillos Largos, para cuya cuarta entrega Sean Penn se había desplazado a Barcelona (recuerden el artículo o episodio anterior, cuando Sean Penn llamó desde Barcelona al que les habla) constituía un monumento al despropósito continuado. Como saben, Sean Penn es uno de los protagonistas de la, hasta la fecha, trilogía de Cuchillos Largos, una historia sobre comedores compulsivos terroristas; en ella Sean Penn juega el papel de un pastelero que trata de impedir las acciones de los comedores compulsivos, redimirlos, y también combatir con los más radicales de entre ellos, con aquellos a los que la desdicha convirtió en armas del Mal, aquellos a los que la deriva ha asesinado en vida, y que son bombas de repetición en permanente estallido. Los comedores compulsivos asestan sus golpes a pastelerías, bollerías, chucherías, tiendas de 24 horas, supermercados, frankfurts o dispensadores de perritos calientes, etcétera. 

La lucha armada, claro, cercena sus filas: algunos comedores compulsivos perecen -espiritualmente hablando- en dichos ataques, presa de la tentación, dejando caer sus armas y lanzándose descontrolados a devorar pasteles, bollos.., los sabrosos artículos de alimentación contra los que luchan. En dichas ocasiones el sentimiento de solidaridad imperante en las filas terroristas hace que dichos muertos espirituales sean ejecutados; esto es: que los citados perecen también de cuerpo, literalmente, extinguiéndose así su problema de consumo compulsivo de comida. El establecimiento de Sean es objeto de atentado, aunque él se salva. Durante Cuchillos Largos I y II, Sean se dedica a combatir a los comedores compulsivos en ciudades de la geografía estadounidense, como no podía ser de otro modo. En la tercera entrega, sin embargo, los combates se trasladan a Asia, concluyendo la trifulca cumbre en Zurich, Europa. Ese es el motivo itinerante que trae a Sean Penn a Barcelona para la cuarta entrega. En la que la rivalidad entre Sean Penn y los comedores refleja ya, en la trifulca definitiva, una camaradería de guerreros, un honor de enemigos, un savoir faire y una elengacia, en fin, que según los entendidos catapultará a esta producción hacia los óscar.

Pues bien, esto último de los Óscar Jeremy Irons lo omite (yo me entero más tarde) opinando que ése no es producto para Sean Penn, y su veredicto es que Sean Penn está acabado. Yo a Jeremy Irons le digo que qué me está contando, que yo no soy quien para juzgar la carrera de Sean Penn, que yo bastante tengo con mantener mi puesto de trabajo en la agencia matrimonial, negocio el cual, por otra parte, hace aguas por doquier apenas soltadas amarras, y que con toda probabilidad yo seré la primera rata que lo abandone. En ese momento Jeremy Irons calla, mantiene silencio, no dice nada. Creo que no sabe qué decir. Creo que acaba de darse cuenta de que el mundo no se juega sólo en las cúspides. Sospecho, en ese momento, que Jeremy Irons está protagonizando una evolución, tal vez protagoniza el papel más importante de su vida.

Más tarde telefoneé a Sean Penn y éste me confirmó que, en efecto, había suministrado mi número de teléfono a Jeremy Irons, con la excusa de que éste se había desplazado a Barcelona para rodar unas escenas de Cuchillos Largos IV, aunque Sean añadió que justo después había recibido una llamada del productor informándole que Irons había sido despedido fulminantemente por razones que Sean Penn no me desveló.

Al día siguiente decido ponerme a buscar trabajo pues deseo mejorar. Empiezo a buscar de taxista, acudiendo, sin embargo, a la agencia matrimonial, desde cuyo ordenador remitiré los currículums confeccionados a medida.

sábado, 5 de febrero de 2011

No a Sean Penn y directos a la agencia matrimonial

Ayer me telefoneó Sean Penn, Sean Penn nada menos, pero yo soy un hombre retirado, un soldado en la reserva, un ex convicto que recorre su propio via crucis de regreso del patíbulo, ese patíbulo consistente en el sonambulismo. Sean Penn mencionaba. Le dije a Penn: Sean, no, gracias, muy honrado, halagado en extremo por esta tu sabia elección de convocarme para que te haga ver una noche de Barcelona en llamas, para que sientas la fiesta, para que veas la verdad, y la puedas tocar con las manos, que diría Don Quijote, la puedas tocar con tus ojos y con toda tu capacidad parapsicológica... Es decir: le dije: No Sean, no puedo, mañana he de trabajar, estoy enfermo, la noche no es para mí, etcétera, no quería decepcionarlo pero tragué saliva y con la noche de Pete Doherty en el pensamiento (aquella noche a la que me dediqué en tecla y alma en el artículo o episodio anterior), con esa noche entre el espacio carnal que media entre mis sienes, el cerebro, con esa noche indeleble en mi cabeza aunque es una noche imposible de recordar por razones obvias, le dije: no.

Y al día siguiente regresé, silbando (uno es libre cuando aprende a decir no, cuajó un humanista), fresco de la ducha y no ahíto mas integrado por un desayuno continental que me propiné en la cafetería La buena hora, que honra el tramo de mi calle junto al portal del número 3, frente a mi edificio, regresé, decía, a la Agencia Matrimonial. Agencia que se llama, como no podía ser de otro modo, La Buena Elección, y a la que había faltado por resaca al segundo día de mi incorporación. Manifestar, entre paréntesis, que no me fue difícil escapar no sólo a la mácula sino al despido inclusive, luego de una charla con la jefa que terminó entre risas y en franca camaradería, o lo más parecido a ello que yo he podido presenciar, charla en la que mi jefa y dueña del negocio confirmó esa apariencia de bondad que yo había percibido en nuestra primera entrevista.

Así, pues, yo estaba en mi bufete, en mi escritorio, ocupado dibujando diagramas, organigramas (con regla y bolígrafo) al objeto de plasmar el diseño de programas, entrevistas entre mutuos candidatos, actividades, puntuaciones, posibilidades, repeticiones... útiles técnicos para arrojar unos resultados con sustento, somos profesionales, cuando hicieron pasar a la sala de espera, que consiste en unos poyos que hay junto a la puerta frente a mi escritorio, al primer cliente que yo veía en dos días.

Era un tipo de unos 43 años, no sé, esto es: lo ignoraba, pese a contar con el dato en su ficha, que de inicio no me molesté en revisar, la ficha la rellena la psicóloga, en otros casos la jefa, creo que la psicóloga lleva una semana... En fin, el tipo se llamaba Ernesto Flamante, que es un nombre que no le hacía justicia, acaso todo lo contrario, sacarán ustedes sus propias conclusiones, yo conocía el nombre pues se me había advertido de su próxima llegada, y como la psicóloga se hacía la importante lo iba a tener en la sala de espera del orden de diez-quince minutos; eso yo me lo olía, y lo confirmé. Ernesto no semejaba un tipo resuelto, no era guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, tal vez su desnudez delatara algún michelín acomodado al paso de los años sin novedades, una rutina gris... Sí, en efecto, el cliché. Creo que lo interesante -pues toda esa descripción apesta por común- fue la conversación. Los primeros ocho minutos no sonó una palabra. Por descontado, el teléfono tampoco sonaba ni por asomo. Aquello era una funeraria en el desierto.

"¿Nervioso?", le solté, al noveno minuto. Me aburría. "Un poco", dijo Ernesto. Y no me apeteció decir más. Él me emuló. Yo no tengo carácter, pero es que él aún tenía menos. Al minuto cartoce dijo, forzando la sonrisa y hasta una risita entristecedora: No sé si debería hacer esto, o alguna estupidez equivalente, una señora estupidez. Ahí lo pensé, pensé: Ernesto, Ernesto, no me hagas perder el tiempo maldito imbécil; casi me apeteció increparlo, decirle: Ernesto, eres un hijo de puta, un idiota. No hay sitio para los idiotas en este mundo, ¿pero es que no te has dado cuenta todavía? Pero hombre, pero cómo no te has suicidado aún. ¡Ya tardas! Es más, se me ocurrió decirle: ¡Yo te dejo una pistola! No: ¡Yo te consigo una pistola! Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por conseguirle a este tipo una salida, estaba yo dispuesto a perder, para que el ganara la muerte y desapareciera, lo primero que desapareciera de mi vista. Pero le dije: Tranquilo hombre, con una sonrisa se lo dije. Debería haberle dicho: Cállate, pero le dije: Tranquilo hombre, como si yo fuera una buena enfermera, una enfermera conmovida y él un paciente que atraviesa las lógicas dificultades. Yo creo que él pensó, o él fantaseó con que yo me estuviese comportando como una enfermera no sólo conmovida sino enamorada. Todo era absurdo. Por fin estaba trabajando, pero era absurdo.

"Esto es una mierda", soltó Ernesto. Ahí debería haberle girado la cara de un sopapo. Aunque debo reconocer que su salida me sorprendió; me refiero al tono utilizado por Ernesto, que hizo gala de una consistencia que para un Discurso del Estado de la Nación desearía un presidente de país en crisis. Me incumbe confesar que ya, a aquellas alturas del encuentro, deseaba un Ernesto convertido en monigote, la mórbida situación se había hecho conmigo y ya ni tan siquiera me limitaba a soportar la presencia de Ernesto sino que necesitaba su imbecilidad. No necesitaba un hombre resuelto, en -por consiguiente- el lugar equivocado. Quería al tierno del imbécil de Ernesto.

Y así iba todo en el minuto veinticinco cuando apareció la cretina de la psicóloga con sus ínfulas de gran psicóloga, toda una profesional que iba, si no a solventar los problemas de Ernesto, sí a instalar los andamios, o, mejor, los rieles, que lo iban a conducir sin tregua para las dudas hacia un destino al otro lado de las posibilidades. Cuando vi que la psicóloga venía sonriendo a recoger a su monigote me levanté y me fui al lavabo y vomité.

Después pensé que yo estaba tan, tan, tan, tan, tan, TAN SOLO, que lo mejor que podía hacer era apuntarme a las citas de la agencia matrimonial. Decidí que me iba a apuntar a esas citas. Y que suplicaría si eso era necesario, suplicaría si no me permitían apuntarme. Aunque todo eso ya lo sabía antes de entrar a trabajar en la agencia.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La agencia matrimonial

Ayer me telefoneó Pete Doherty, en serio, yo estaba viendo las noticias en la tele, estaba pasando vergüenza ajena pues enfocaban a un grupo de adolescentes gritonas y sollozantes ante la aparición de unos jóvenes músicos a la salida de su hotel, previo al concierto nocturno, supongo que a alguien más le debe pasar amigos, qué vergüenza ajena, la adolescencia es una auténtica locura, por suerte pasajera, etcétera etcétera, en fin, que agarro el teléfono con todo el cuerpo traspuesto ante la crudeza de las titilantes imágenes y oigo: "Fulanitou?" Y claro, yo digo: ¿quién es?, y era Pete Doherty, que es el único hombre en el mundo que yo he visto que pueda vestir sombrero, hablo de la actualidad, no retrotraeré los tiempos a Bogart y a otros primeros espadas del estilo, pero hoy por hoy, Doherty, el resto pueden ser hombres dignos, normales, incluso cachazudos y se ponen un sombrero y los pobres se precipitan al vacío, sus novias deberían decírselo, cantantes, ciudadanos de a pie, futbolistas... En fin, que tengo al aparato al Dandy Doherty, uno de los pocos dandys vivos, no obstante su manía de atentar contra su salud, siempre en líos de drogadicción, yo pensaba que estaría en la trena, no una condena de rigor, unos meses simplemente, para que la celebridad entre en razón y olvide fruslerías, deje las travesuras atrás en el camino, etapa superada, pero no, era Doherty, que no llamaba desde prisión sino desde su casa, probablemente un ático en el centro de Londres, bien acondicionado en invierno y en verano, etc., vamos, nada de celdas ni teléfonos mugrientos de un pasillo de un penal de la Gran Bretaña, y Pete Doherty, mi hermano Pete, me dice: Fulanito, tu fama de fiesterou traspasa, ha traspasado fronteras, se extiende por el continente, es decir, se ha extendido por la estepa europea como la sombra de un ciprés a lo largo del espacio progresivo de la tarde, y ha cruzado, ha penetrado en la bruma del Canal de la Mancha y ha salido vencedora de superarlo y dejarlo en el paso como un martín pescador reyezuelo, sátrapa o príncipe de los mares, y ha llegado hasta la city de Londres, en la que resido, y te llamo pues deseo corroborar esa honra y esa reputación que grita tu presencia a miles de quilómetros de tu ubicación. Yo, claro.., a mí me pilló totalmente de improviso, sin defensas, y no pude más que decirle que sí, que si venía a Barcelona, que bien, que nos tomaríamos una copa.

Yo no olvido que en el artículo o episodio anterior afirmé que esto no es para mí, que el ritmo de la noche y las consiguientes miasmas y oscuridades de la mañana no son para mí, que eso exige mucho, que no doy el nivel o que ya no doy el nivel, que me retiro, pero me sentí incapaz de poner en entredicho la escultura que en la mente de Pete Doherty se había esculpido de mí, un cantante que no está mal pero sobre todo un dandy cadavérico, un tipo con fuste.

Lo de la agencia matrimonial que da título al artículo viene a posteriori. O lo explico a continuación, el caso es que, en efecto amigos, he buscado y he encontrado trabajo. Una agencia matrimonial demandaba un/a administrativo/a y yo envié mi currículum, y como de todos es sabido, y es tradición popular, o uso arraigado, en fin, parte de nuestra cultura el crear una verdad a la medida en los currículums vitaes en este país (como hizo, por ejemplo, ese icono pop que es Luis Roldán, ex director general de la Guardia Civil que se bañaba en piscinas con aguas corruptas hasta los bordes y que huyó por el globo hasta su captura en Laos, creo que en 1994, un exponente del maquillaje de historiales, en el suyo coló una carrera de ingeniería que como suele decirse brillaba por su ausencia), en fin, que yo, a lo Roldán, pues decidí seguir la estela de los maquilladores de la realidad -qué es la realidad, amigos, qué preguntita eh- y puse que era psicólogo, o licenciado en psicología, no me acuerdo, y añadí, entre paréntesis, como insinuando la especialidad, añadí: "(Del amor)", toma, para que digan que carezco de habilidades, vencer y convencer, a lo Unamuno, Psicólogo (del Amor -con mayúscula-)  en fin, ahí lo dejé, a ver si colaba, por probar nada se pierde, mi instinto se empeñó, psicólogo del amor, licenciado por la Universitat de Bellaterra, Bellaterra está lejos y nadie sabe qué se estudia allí, el caso es que la dueña del negocio, que me pareció una buena persona, no exenta de un desmesurado, aunque lícito, apetito mercantil, creo que la mujer quiere hacerse millonaria con esto, ¡hoy en día!, no digo más, pues me dijo que podía empezar de secretario. Yo le dije: De acuerdo, no me importa en absoluto empezar desde abajo, o por abajo, le dije; prefiero empezar por abajo. Como Escámez en el Banco Central. Y ya soy el botones del Amor.

En fin, he desatendido el affaire con Pete Doherty, muy amigo de divertirse también, es sano divertirse, hay que vivir, y con él -retomó ya la crónica en pleno- la cosa comenzó más o menos así... Primero diré que yo tenía muy presente que ya me había retirado, pero no le iba a afear la cita a Doherty, que tan amablemente se había desplazado hasta Barcelona para acometer el encuentro. Bien, comenzó como todo comienza en estos casos, Pete Doherty dijo: Qué quieres tomar. Y después de que yo le respondiera pidió una para cada uno. Y luego, unos minutos después se levantó hacia la barra y entornándose dijo con los ojos Fulanito, qué tomas, y yo con los ojos le dije algo así como una copa es una copa, no son dos copas Pete, pero ni él estaba para razonamientos sutiles (ni para razonamientos explícitos) ni yo tengo carácter para pulverizar con la mirada, y yo se ve que le dije con los ojos: pues otra. Luego, no sé, 24 minutos después o algo así Pete llamó a la camarera con un gesto digital, de los dedos, y tras sonreír pícaramente ante lo explícito de la sensualidad de ella, porque Pete no es ciego, puede ir ciego a veces pero ciego no es, eso lo sabe todo el mundo, pues pidió una tercera copa, y yo pensé, no se lo dije pero lo pensé: la reputación exige sacrificios Fulanito, y me dije: la última, y pues tomamos esa última copa.

Pero más tarde Pete se empeñó en recibir las atenciones de la misma camarera, mas no con segundas ni movido por apetitos que trasciendan a la sed propia del hombre que comparte y departe con su colega del alma, que al parecer era yo, si no del alma sí del alma de esa noche, que parecía claro que no pensaba pasarla dándole al gaznate con otro. Y, así, a la cuarta, ante sus renovados elogios hacía mí dije: ésta la pago yo. Y el tipo aún se reblandeció más, y me dije: un día es un día, y pagué la quinta. Y a la sexta, qué cosas de mundo, un musiquillo de bajos fondos reconoció a Pete Doherty y se empeñó en invitarnos a otra copa, y, yo, la verdad... la verdad es que no tengo carácter, ya lo he dicho, fue una encerrona involuntaria de la vida, soy pusilánime... no, un buenazo es lo que soy, una buena persona, lo reconozco, y acepté la invitación. Debió correrse la voz pues más tarde nos topamos con el autoentitulado dueño del garito, que traía bajo el brazo una botella de champán francés, no recuerdo la marca, yo ya no veía nada, mi voluntad era un soldadito de plomo ahogándose en mitad del océano, o en un agujero negro superior al tamaño de la Vía Láctea, y me obligaron a beberme la octava, y la novena, era champán del bueno, el dueño, os lo aseguro, debe ir al gimnasio, el caso es que intimidaba, cómo le digo que no me tomo su copa o sus copas, con Pete Doherty, me daba más miedo hacerle llorar al dueño que hacerle enfadar, el caso es que luego llegaron unas tres o cuatro chicas gritando, armadas con más botellas, yo ya sólo veía botellas, botellas, vasos, cristal, brillos y reflejos si bien apagados como la noche y mates como el gato traicionero y la pantera de la jungla y...

Hoy desperté.
Solo.
Tarde. 
Y olvidé que tenía que ir a la Agencia Matrimonial a ocuparme del mundo de los sentimientos, y de mi futuro.

martes, 1 de febrero de 2011

FIN DE ETAPA

Os aseguro que anteayer llamé a Willy Deville para salir por ahí y.., no sé... Lo último que recuerdo es los dos subidos a la barra de algún tugurio de mala muerte del sur de esta ciudad, Barcelona, cantando It's so Easy, que es suya y no mía, yo ni tengo canciones ni sé cantar, sólo digo eso, como debía estar Willy para dejarme cantar junto a él, a mí, que no sé cantar, y ya poco más puedo acreditar de esa noche, ya sabéis, la imagen, se detiene, y lo siguiente es despertar, aunque en mi caso es un poco distinto, ya llegaremos; bueno, la noche se disgrega en puntitos, puntitos... . . . y desaparece, despiertas, algo así estaba diciendo, aunque insisto, no es de tal modo, simplemente, el recuerdo se congela en un punto, y despiertas.

Esta vez no fue el mal estado de unas patatas de bolsa. Para mi fuero interno tengo también que en algo debió influir la medicación que estoy tomando, un fármaco para combatir el priapismo, muy popular (el fármaco) en internet y en los mercadillos callejeros, aunque a mí me lo recetó uno que se adjudica el título de medicina. Como la disfunción resiste, decidí administrarme el doble de la dosis máxima estipulada en el prospecto y el triple de la que había recetado el médico, pero aún así nada, la cosa continúa ahí, enhiesta y vigorosa, esplendorosa como la proa de un bergantín, o sea que la cosa mucho caso no le hizo al fármaco, un fármaco poco convincente, bueno; luego telefoneé a Willy Deville, como sabéis, y le pregunté si quería salir y respondió: "Yeah! Yeah, yeah, yeah...", qué tipo este Willy, qué entusiasta, da gusto...

Como todo el mundo sabe, Jaime de Marichalar, ex de la infanta Elena y ex-duque de Lugo (consecuencia del ex previo), se distingue, o es más conocido, o son más acentuadas en él, estas dos inclinaciones: la moda y la juerga. Eso lo sabe su ex y un buen número de ciudadanos de este país y seguramente de otros, como todo el mundo sabe. Su feudo es la ciudad de Toledo. 

Pues bien... en el punto en el cual se pierde mi recuerdo de la noche lírica con Willy Deville, lo siguiente es amanecer a punta de paso en las calles de Toledo. ¿Cómo? Lo ignoro. Lo repetiré: yo estaba pasando un buen rato con mi hermano Willy Deville y lo siguiente que recuerdo es que aparezco, hago acto de presencia, en Toledo. Y ya puestos me digo: pues sigamos, ¿qué otra cosa podía hacer? Y en una cafetería que camuflaba un tugurio sensacional, ¿a quién me encuentro? No me lo presentan, yo, me presento: A sus pies, Duque de Lugo, su más ínclito admirador y ferviente súbdito (los adjetivos van mejor al revés pero así se evita la rima interna, bueno, yo estaba un poco bebido y además no soy Góngora -"infame turba de nocturnas aves..."-): Fulanito (le digo al duque, a Jaime, compadre, presentándome); el duque despeja su capa y parece que la cosa le hace gracia y por tanto que yo le caigo en gracia, y el resto es historia amigos, fiesta, juerga con la nobleza más pura de estilo de vida y etcétera etcétera, oh, qué recuerdo.

Y ya estoy otra vez en Barcelona, creo que ese estilo de vida no es para mí, exige demasiado, yo no doy para tanto. Creo, por tanto, que regresaré a los récords del mundo, que unos artículos más atrás en este blog daban sentido a mi vida.