viernes, 11 de febrero de 2011

En guerra y con Tobey Maguire

Hoy en día se cambia de trabajo como se cambia de chaqueta o se cambia de ropa interior, que es un hábito que alguna gente debería impulsar de una forma seria en sus vidas, so riesgo de afectar a sus relaciones personales; y no hablo por mí, que guardo memoria impoluta de las escasas damas con las que alterno... De nuevo estaba desviándome del asunto, se cambia de trabajo con facilidad, decía, o se cambiaría, de no ser por la pertinaz y recalcitrante crisis, se cambia, diremos, disculpad el zig zag o choteo, tal vez esto último, mil excusas, decía que se cambia de trabajo o que yo cambio de trabajo, o, más bien, que yo he cambiado de trabajo. Y si no fijaos: abandoné la agencia matrimonial La Buena Elección en loor de afectos y buenaventuranzas; la jefa, aquella de la cual os referí con lujo de alabanzas por sus francas maneras y ejercicios de corazón varios artículos o episodios atrás, aquella que se iba a hacer millonaria con el negocio... (poor girl), la jefa, decía, al anunciarle yo: Me marcho bendita mía, se puso a llorar como un cocodrilo, o como María Magdalena (más que "como una magdalena", pues las magdalenas, que yo sepa, no lloran, y si alguien sabe de una magdalena que llore que corra a registrarlo), y ese llorar del que os estaba hablando a mí me sacó los más bellos deslices de ojos y las flatulencias de corazón menos irreversibles que he atestiguado en mi castigado organismo. Tanto me apené que a punto estuve de mandar a paseo mi nuevo contrato de taxista, para reingresar ipso facto en la agencia (matrimonial) con los brazos abiertos. Me quería casar con mi jefa, que es obesa y chata, tímida hasta la enfermedad y con mal gusto para el vestir, que ni siquiera es joven.., pero qué voz tiene, qué vulnerabilidad, qué flauta hipnótica. Al final no me casé con ella pero me fui con lágrimas en los ojos, que viene a ser lo mismo, ¡amor puro!

Y llegué a la compañía El Taxi Loco a la que había enviado mi currículum falso con mi documentación falsa preparada por si me la pedían, pero no me la pidieron; me pidieron: Tenga usted paciencia. Antes me anunciaron que, en efecto, la firma de mi contrato se demoraría al menos una semana, y que hasta entonces no podría empezar a trabajar. Lo que quise hacer con mi interlocutor, el gerente, fue esto: alargar mis dos brazos en paralelo, asir cada una de sus mal depiladas y en consecuencia peludas orejas, y estirar en sentidos opuestos; estirar con una fuerza irresistible (término absoluto de aplicación en todo el ámbito de este Universo nuestro). Mas lo que en realidad hice fue: el gesto que ahora describiré. En pimer lugar proferí ¡Horror!, y entonces compuse el ademán -pictórico, como averiguaréis en una microfracción de segundo- del cuadro de Edward Munch El Grito, que fue robado hace unos años del muy expugnable museo municipal de Oslo y devuelto hace menos años de los que hace que fue robado. Después el gerente me pidio que me marchara pues sospechaba que yo deseaba arrearle un bofetón.

Así, así quedaron las cosas. Total que yo me dije: necesito ingresos para sobrevivir esta semana.

Y me enrolé en el ejército.

Y al día siguiente estalló la guerra.

La guerra era con Francia. No me quedó claro (creo que no presté atención cuando el cabo lo explicaba) si éramos nosotros los invasores o eran ellos, el caso es que nos estaban movilizando.

Así, el tercer día yo estaba pasando la noche en una trinchera situada a la altura de la frontera pirenaica, esperando refuerzos del cuartel más cercano, situado en Jaca, Alto Aragón, que es donde me habían destinado.

Mi plan era desertar.

Pero necesitaba el dinero.

El caso es que el quinto día seguía en las trincheras, en dicha fecha pelando patatas, que se ve que es una tarea ingrata que asignan a los soldados rasos menos señalados por la fortuna. Patatas. No están mal, pensé para darme ánimos y levantar la moral de la tropa, en este caso yo. Mas al recordar que un teniente, o un cabo, o sargento, o un capitán, mariscal yo creo que no era, por la ausencia de medallas, dijo que nadie tiraba un tiro pues todavía estábamos esperando la provisión de balas (se ve que no teníamos ninguna, lo que era grave), pues, en fin, que mi moral siguió en el lecho de mi psique aventurera, no se movió de donde estaba.

Vino entonces a suceder, a entrar en solfa, la personificación del motivo que da título al presente artículo o episodio. A unos metros de mí, en la penumbra del fondo de la cocina, había un grumete (digo grumete para escupirle un tinte cinematográfico -o absurdo- a la escena) que también cortaba patatas. Yo lo recordaba de las trincheras, donde solía matar el tiempo (y no a los enemigos) tocando la armónica. Cuando levantó la cabeza, yo le dije: Oye, ¿tú no eres Tobey Maguire? Y él dijo: No, no. Y al cabo de unos minutos le dije: ¿Estás seguro de que no eres Tobey Maguire?, y él se limitó a repetir sendos monosílabos, no, no. Hasta que yo, claro, estallé (había pasado mucho estrés desde que me despedí de la agencia matrimonial): ¡Joder, tú eres Tobey Maguire, a mí no me engañas! Tú protagonizaste, por ejemplo, Spiderman de Sam Raimi. La segunda entrega está bien. Se te ve un tipo simpático. Y por tercera vez él negó la verdad. Dijo, Tobey: Cómo voy a ser Tobey Maguire, es decir, esa persona que tú dices, si por lo que has mencionado es un actor y su nombre es americano; cómo va a haberse enrolado en el ejército de un país europeo, eso no tiene sentido alguno, Ful Anito (por lo que vemos, él no ignoraba mi nombre y mi apellido, lo que no dejaba de ser sospechoso). Sin embargo, lo que decía el presunto Tobey Maguire era cierto: no tenía sentido lo que yo había puesto en mi boca. En adición, el acento del grumete no delataba una procedencia de ultramar. Aunque no se tratara de un grumete sino de un soldado raso. No fui capaz de escarbarle sutilezas a mi interrogatorio y opté por callar, a la espera de mejores ideas.

Lo que ocurrió después, lo de que mi presión obligó a confesar al tipo, así como el vertido de la más febril de sus fantasías, consistente en rodar un remake de Taxi Driver (comentario que, por supuesto, me acarreó un pesado reflujo de cuitas laborales, amén de evocar las exactas palabras vertidas por mi amigo el actor español Ernesto Alterio, al que, como vimos varios artículos o episodios atrás -allá me remito- le ocurre exactamente lo mismo), lo que ocurrió después, decía, la Justicia Militar no me permite contarlo.

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