jueves, 10 de febrero de 2011

Ir a comer con Ernesto Alterio

Cuando yo tenía doce años mi padre se acercó hasta mí, depositó una mano sobre mi hombro y me dijo: "Fulanito, hijo, yo, tu padre, soy alcohólico, aunque llevo sin beber alcohol más de doce años. Esto te lo digo porque el alcoholismo constituye, tal vez, un lastre de carácter genético. ¿Qué quiere esto decir? Pues que es como la herencia que obtienes de mí, pero para el cuerpo, mas obligatoria, sin posibilidad de no aceptarla, sin beneficio de inventario, etcétera, y es una herencia que se obtiene al nacer uno, y no al morir el padre. ¿Qué quiero decir con esto? Lo que quiero decir es que, tal vez, tú seas alcohólico y todavía no lo sepas pues no has puesto a prueba dicha posibilidad. Al menos eso espero (que aún no hayas dispuesto tal posibilidad sobre la tela de juicio o el ring de la acción). ¿Y por qué te digo esto? Pues porque seas o no seas alcohólico, yo nada podré hacer por ti, tan solo el propio alcohólico puede poner patas arriba y patas abajo su vida, esto es, aceptar esa maldición y poner manos al asunto, coger el toro por los cuernos, el ciervo por la osamenta, tomar medidas. Es decir, que si tú, hijo mío, terminas por verificarte como alcohólico, mis consejos, admoniciones o reproches o los de tu madre de nada servirán, pues tú lucharás contra esa verdad desgraciada esperando lo mejor de ti". Y concluyó con un consejo que, a medida que fui creciendo y poniendo en práctica mi uso de razón, se reveló para mí como profundamente enigmático; me dijo: una vez comiences tu singladura, cuenta cada borrachera que padezcas.

A día de hoy he sufrido 197 borracheras -sólo cuento las extremas, aquellas de las que apenas conservo el recuerdo de la nada-, y creo que ya es suficiente.

Pero, al tema: ayer comí con Ernesto Alterio, el actor. Vino con dos amigas, suyas, no mías, aunque quizás hoy ellas ya me consideren un poco amigo, y nos fuimos a un restaurante situado en la manga de una montaña colindante con el litoral del Maresme. Nada del otro mundo. O sí. Me explico: cuando llegamos, en el local no había nadie. Al cabo de un rato salió un camarero que, sin abrir la boca, nos sirvió a cada uno el primer plato (delicioso) y más tarde y con idéntica puesta en escena nos sirvió el segundo plato (espléndido), y lo mismo se predica del postre (magnífico). Y desaparició para no volver a aparecer. Al terminar nos levantamos, y con total naturalidad y sin abonar cuenta alguna abandonamos el local parsimoniosamente. Recuerdo que montamos en el coche y que una vez en marcha, no sé, treinta segundos después tal vez, me giré y del inmueble del restaurante ya no había rastro, tan solo el altiplano pelado sobre el que se ubicaba.

Pero, al tema: ¿Qué me contó Ernesto durante la comida? Pues Ernesto me habló de taxis. La fantasía confesada de Ernesto es protagonizar el Taxi Driver español. Le agradaría rodarla en Madrid o en Barcelona. Pongamos por ejemplo que se rueda en Barcelona, le dije, la chica de la campaña política podría ser una niña bien de CIU ubicada en las instalaciones del partido en la calle Córcega. Mmm... emitió Ernesto, rascándose la barbilla. Ambos fuimos vertiendo ideas. Yo a Ernesto es la segunda vez que lo veo, nos hicimos amigos en la consulta del médico, yo iba a tratarme el priapismo (que todavía colea, aunque no me molesta, es más, ya lo tengo por uno de mis atributos), y parece que hicimos buenas migas. El tema de conversación me condujo -nunca mejor utilizada la metáfora- a mi intención de hacerme taxista, la cual había hecho extensiva hace un par de artículos o episodios en este blog. De hecho, me puse en acción y ya remití un buen número de currículums a través de internet desde la agencia matrimonial en la que en la actualidad trabajo. Se lo comenté a Ernesto. No le comenté, empero, que no tengo carnet de conducir. Lo cual es irrelevante pues sé conducir, y de los papeles ya me encargaré. Y no le comenté dicho extremo porque no soy una persona presumida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario