sábado, 5 de febrero de 2011

No a Sean Penn y directos a la agencia matrimonial

Ayer me telefoneó Sean Penn, Sean Penn nada menos, pero yo soy un hombre retirado, un soldado en la reserva, un ex convicto que recorre su propio via crucis de regreso del patíbulo, ese patíbulo consistente en el sonambulismo. Sean Penn mencionaba. Le dije a Penn: Sean, no, gracias, muy honrado, halagado en extremo por esta tu sabia elección de convocarme para que te haga ver una noche de Barcelona en llamas, para que sientas la fiesta, para que veas la verdad, y la puedas tocar con las manos, que diría Don Quijote, la puedas tocar con tus ojos y con toda tu capacidad parapsicológica... Es decir: le dije: No Sean, no puedo, mañana he de trabajar, estoy enfermo, la noche no es para mí, etcétera, no quería decepcionarlo pero tragué saliva y con la noche de Pete Doherty en el pensamiento (aquella noche a la que me dediqué en tecla y alma en el artículo o episodio anterior), con esa noche entre el espacio carnal que media entre mis sienes, el cerebro, con esa noche indeleble en mi cabeza aunque es una noche imposible de recordar por razones obvias, le dije: no.

Y al día siguiente regresé, silbando (uno es libre cuando aprende a decir no, cuajó un humanista), fresco de la ducha y no ahíto mas integrado por un desayuno continental que me propiné en la cafetería La buena hora, que honra el tramo de mi calle junto al portal del número 3, frente a mi edificio, regresé, decía, a la Agencia Matrimonial. Agencia que se llama, como no podía ser de otro modo, La Buena Elección, y a la que había faltado por resaca al segundo día de mi incorporación. Manifestar, entre paréntesis, que no me fue difícil escapar no sólo a la mácula sino al despido inclusive, luego de una charla con la jefa que terminó entre risas y en franca camaradería, o lo más parecido a ello que yo he podido presenciar, charla en la que mi jefa y dueña del negocio confirmó esa apariencia de bondad que yo había percibido en nuestra primera entrevista.

Así, pues, yo estaba en mi bufete, en mi escritorio, ocupado dibujando diagramas, organigramas (con regla y bolígrafo) al objeto de plasmar el diseño de programas, entrevistas entre mutuos candidatos, actividades, puntuaciones, posibilidades, repeticiones... útiles técnicos para arrojar unos resultados con sustento, somos profesionales, cuando hicieron pasar a la sala de espera, que consiste en unos poyos que hay junto a la puerta frente a mi escritorio, al primer cliente que yo veía en dos días.

Era un tipo de unos 43 años, no sé, esto es: lo ignoraba, pese a contar con el dato en su ficha, que de inicio no me molesté en revisar, la ficha la rellena la psicóloga, en otros casos la jefa, creo que la psicóloga lleva una semana... En fin, el tipo se llamaba Ernesto Flamante, que es un nombre que no le hacía justicia, acaso todo lo contrario, sacarán ustedes sus propias conclusiones, yo conocía el nombre pues se me había advertido de su próxima llegada, y como la psicóloga se hacía la importante lo iba a tener en la sala de espera del orden de diez-quince minutos; eso yo me lo olía, y lo confirmé. Ernesto no semejaba un tipo resuelto, no era guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, tal vez su desnudez delatara algún michelín acomodado al paso de los años sin novedades, una rutina gris... Sí, en efecto, el cliché. Creo que lo interesante -pues toda esa descripción apesta por común- fue la conversación. Los primeros ocho minutos no sonó una palabra. Por descontado, el teléfono tampoco sonaba ni por asomo. Aquello era una funeraria en el desierto.

"¿Nervioso?", le solté, al noveno minuto. Me aburría. "Un poco", dijo Ernesto. Y no me apeteció decir más. Él me emuló. Yo no tengo carácter, pero es que él aún tenía menos. Al minuto cartoce dijo, forzando la sonrisa y hasta una risita entristecedora: No sé si debería hacer esto, o alguna estupidez equivalente, una señora estupidez. Ahí lo pensé, pensé: Ernesto, Ernesto, no me hagas perder el tiempo maldito imbécil; casi me apeteció increparlo, decirle: Ernesto, eres un hijo de puta, un idiota. No hay sitio para los idiotas en este mundo, ¿pero es que no te has dado cuenta todavía? Pero hombre, pero cómo no te has suicidado aún. ¡Ya tardas! Es más, se me ocurrió decirle: ¡Yo te dejo una pistola! No: ¡Yo te consigo una pistola! Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por conseguirle a este tipo una salida, estaba yo dispuesto a perder, para que el ganara la muerte y desapareciera, lo primero que desapareciera de mi vista. Pero le dije: Tranquilo hombre, con una sonrisa se lo dije. Debería haberle dicho: Cállate, pero le dije: Tranquilo hombre, como si yo fuera una buena enfermera, una enfermera conmovida y él un paciente que atraviesa las lógicas dificultades. Yo creo que él pensó, o él fantaseó con que yo me estuviese comportando como una enfermera no sólo conmovida sino enamorada. Todo era absurdo. Por fin estaba trabajando, pero era absurdo.

"Esto es una mierda", soltó Ernesto. Ahí debería haberle girado la cara de un sopapo. Aunque debo reconocer que su salida me sorprendió; me refiero al tono utilizado por Ernesto, que hizo gala de una consistencia que para un Discurso del Estado de la Nación desearía un presidente de país en crisis. Me incumbe confesar que ya, a aquellas alturas del encuentro, deseaba un Ernesto convertido en monigote, la mórbida situación se había hecho conmigo y ya ni tan siquiera me limitaba a soportar la presencia de Ernesto sino que necesitaba su imbecilidad. No necesitaba un hombre resuelto, en -por consiguiente- el lugar equivocado. Quería al tierno del imbécil de Ernesto.

Y así iba todo en el minuto veinticinco cuando apareció la cretina de la psicóloga con sus ínfulas de gran psicóloga, toda una profesional que iba, si no a solventar los problemas de Ernesto, sí a instalar los andamios, o, mejor, los rieles, que lo iban a conducir sin tregua para las dudas hacia un destino al otro lado de las posibilidades. Cuando vi que la psicóloga venía sonriendo a recoger a su monigote me levanté y me fui al lavabo y vomité.

Después pensé que yo estaba tan, tan, tan, tan, tan, TAN SOLO, que lo mejor que podía hacer era apuntarme a las citas de la agencia matrimonial. Decidí que me iba a apuntar a esas citas. Y que suplicaría si eso era necesario, suplicaría si no me permitían apuntarme. Aunque todo eso ya lo sabía antes de entrar a trabajar en la agencia.

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