martes, 15 de febrero de 2011

Detective privado, la Sombra y el nieto de Humphrey Bogart

Es cierto que en el artículo o episodio anterior yo estaba en la guerra, y que compartía trincheras y cocina con Tobey Maguire, que yo me había alistado por una pura cuestión de supervivencia (arriesgaba mi vida por una cuestión de supervivencia -laboral-) dado que una semana constituía el ínterin de vacío hasta mi rúbrica de un contrato con la compañía El Taxi Loco, donde iba a desempeñar el puesto de taxista, como es sencillo colegir. Bien, es cierto que lo dije, pero las novedades son: igual que El Taxi Loco me había pedido paciencia una semana antes, abocándome a alistarme al ejército, estallando la guerra casualmente al día siguiente, una guerra que yo sospeché se libraba contra nuestro vecino francés pero no, el enemigo era Andorra, ni eso sabía yo, tan despistado iba, ahora que Tobey Maguire sabía menos aún, o sabía tanto como yo, esa es la verdad; esto es, retomo el tronco del asunto: igual que la compañía de taxis me pidió una demora hasta la firma del contrato, pasada esa semana en la cual consistía la demora solicitada yo abandoné la guerra y el ejército para ir a firmar mi contrato, y la guerra terminó, qué casualidad, al día siguiente, firmándose el armisticio con Andorra, y acudí yo a firmar lo mío, que era el contrato del que hablaba, y la entidad taxística me pidió más paciencia (usaron la misma palabra que la primera ocasión en que pospusieron mi ingreso a la empresa, "Paciencia", Paciencia Fulanito), o sea: que todavía no se podía firmar el contrato. Así, me encaminé hacia la Empresa de Trabajo Temporal responsable de colocarme en el mundo del taxi.

"¿Qué le parecería de detective, Fulanito?", me dijeron, qué les parece. No había trabajo de taxista, bien, y me ofrecieron ser detective por una semana, había una vacante. Es lo que había; "Es lo que hay", me dijeron. Nosotros no hacemos el mundo laboral, dijo uno de los co-gerentes, De hecho, es el mundo laboral el que nos hace a nosotros, apostilló el otro, mordiendo una barrita de regaliz -pero no una de esas pastitas negras sino un tronquito natural- hasta partirlo, sus dientes eran radiantes, de anuncio. Les dije que vale, que sería detective.

¿Y qué hice después? Pues antes de incorporarme al mundo de la investigación me fui a tomar un café o un whiskey, ya vería, a El Loro Loco, que es la taverna que tengo debajo de casa y que no se halla muy lejos de la Empresa de Trabajo Temporal.

Me coloqué en la mesa que es testigo de gran parte de mi cotidianidad y ordené el famoso café. No me hallaba distante de la esquina de la sala, esquina que se hallaba en penumbra, o en franca oscuridad, así era. ¿Detective, eh?, dijo una voz, la voz provenía de la sombra del recodo, adiviné o conjeturé que allí habría situado un velador y, según parecía, un cliente correspondiente que disfrutaba de su consumición en la privacidad que habilita la ausencia de luz. Toda esa tontería, ese misterio, esas chorradas me eran indiferentes y me traían al pairo, y por tanto le respondí, le dije que sí, que detective, qué pasa, aunque a continación reflexioné y añadí: Cómo coño lo sabe. Lo único que pude obtener fue una risita soterrada, una risita que sospecho pretendía resultar simpática más que echarme en cara el dominio ajeno sobre mi contexto. ¿Estás contento, o tenías de veras ganas de ser taxista? Yo respondí: Bueno... Lo cierto es que la conversación con la sombra aún divagó en unos términos igual de pertenecientes al arroyo emocional durante unos minutos, sin alcanzar puerto alguno (ni vislumbrarlo), hasta que me despedí y me fui.

Y comencé a trabajar de detective.

Aquel cuarto olía a muerte. No me pregunten cómo puedo decirles que olía a muerte. Que olía a muerte era un hecho. El olor a muerte es un olor como a cerrado, mas infunde un cosquilleo nasal que durante una microfracción de segundo irrita las fosas, para de inmediato retornar esas fosas a la calma, esa calma estúpida de lo que ya no tiene remedio, una calma triste. Cuando la calma es violenta eso significa que aún hay remedio, pero no me pregunten qué significa todo esto, un detective, un investigador privado es el perrito de su instinto; yo, Fulanito, investigador privado, no soy dueño de lo que siento sino sólo vehículo.

Mi cometido consistía en investigar un presunto suicidio, esto es, escarbar entre las pistas, por si alguna de esas huellas, pelos o colillas nos permitía preguntarnos si el cadáver era responsabilidad de un segundo compareciente, o de un tercero. Cadáver, decía, cuchillas, bañera bañada en rojo carmín, era desagradable. Era desagradable pensar quién sería la persona encargada de limpiar todo aquello, y era enigmático pensar qué suma representaría que tal labor estaba bien o correctamente pagada. Al parecer, los padres del pobre occiso habían abonado los costes de una semana de investigación, unos padres escasamente confiados en el aparato estatal o autonómico de policía.

Me fui a tomar otro café. Y después pasé por un supermercado y opté por internarme entre sus pasillos hasta dar con un bollycao o alguna pasta, un paseo que habilitase la libertad de mi mente y el trabajo neuronal, ¡reclamaba a mi instinto!

En ese momento me abordó un muchacho de unos veinticinco o treinta años, vestía un pullover gris, ignoro el porqué pero tal rasgo me llamó la atención. "¿Sabes quién soy?", dijo. "Y yo qué sé", le respondí. "Soy el nieto de Humphrey Bogart", añadió. Ahí pensé: esto es un lío de no te menees. La verdad es que el chico parecía, tampoco sé explicar el motivo, parecía, digo, un detective, por sus tontos ojos extemporáneos. Entonces decidí que iba a redactar un informe: El muchacho se había suicidado, fin del asunto.    

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